Política, Iglesia y religiosidad popular

Reinado de Juan Carlos I y democracia (1975-2000)

El último cuarto del siglo XX, necesita y requiere todavía una perspectiva más amplia para poder intentar abordar una historia de las hermandades y cofradías en ese período. Sin embargo, esta introducción histórica quedaría incompleta si no esbozamos, siquiera sea de modo aproximado e insuficiente, algunos rasgos de dichas corporaciones durante estos veinticinco años que aquí hemos acotado.

Política, Iglesia y religiosidad popular

El 22 de noviembre de 1975, don Juan Carlos I de Borbón fue proclamado Rey de España. En los años siguientes comenzó el desmantelamiento del régimen político anterior, a través de la Ley de Reforma Política de 1976, de las primeras elecciones generales de 1977 y de la Constitución de 1978 que definió al reino de España como un Estado social y democrático de Derecho. A partir de entonces, se desarrolló en España la dinámica típica de los regímenes democráticos.

Por lo que respecta a las hermandades y cofradías, con la llegada de la democracia surgió entre ellas una comprensible expectación ante la actitud que adoptarían los gobernantes, los partidos políticos, puesto que la Constitución había definido al Estado como aconfesional, acabando de derecho y de hecho con cuatro décadas de catolicismo nacional.

Los primeros años (1976-1978) fueron, en el sentido que nos interesa, una continuación de la etapa anterior. Curiosamente, cuando la izquierda llegó al poder en 1982, fomentó la religiosidad popular como algo genuino del pueblo, pero también como una forma de enfrentamiento indirecto con la jerarquía eclesiástica y con las bases cristianas comprometidas que iban por la senda del Concilio. Esta apelación a lo que hay de popular en las hermandades frente a lo preconizado por la Iglesia fue (es todavía) un manejo político con intereses y fines electorales, a la vez que una falacia, pues la historia de las cofradías demuestra, al menos en San Fernando, que éstas siempre estuvieron integradas y gobernadas por las clases sociales medias, rara vez por las populares; es ahora cuando estas clases populares ingresan en las corporaciones y forman parte de las juntas de gobierno, en algunos casos mayoritariamente.

A ello debe añadirse la influencia de la otra tendencia característica de la España democrática, constituida en Estado de las Autonomías merced al Título VIII de la Carta Magna: el auge del nacionalismo, la recuperación histórica o la búsqueda de identidad «nacional» o, en el caso de Andalucía, autonómica. Ello provocó (sigue provocando) que se fomentasen las manifestaciones culturales tradicionales, incluso las que parecían caducas o abocadas a la desaparición, como formas de identidad histórica de las que estaban tan huérfanas y necesitadas no pocas de las comunidades autónomas españolas surgidas a partir de 1978.

De este modo, al igual que han hecho otras nacionalidades o regiones españolas con fechas olvidadas, acontecimientos históricos secundarios y tradiciones aletargadas de sus respectivos territorios, Andalucía (el gobierno andaluz y sus diversas instancias) ha fomentado, impulsado y halagado vehementemente las manifestaciones culturales andaluzas tradicionales (entre ellas, la Semana Santa) como muestra de la identidad de esta región, como referente que aviva el sentimiento de pertenencia a la comunidad autónoma andaluza, así como expresión del genio y la idiosincrasia del pueblo andaluz.

Súmese a todo esto, como era inevitable, los intereses económicos y la promoción turística. Así se comprende la promoción vivida por la Semana Santa andaluza bajo el gobierno autonómico de izquierdas.

Prueba de ello (a pesar de que, como queda expuesto, la Constitución de 1978 declaró que el Estado español no era confesional) ha sido (y es) la presencia de autoridades (fundamentalmente las locales) en las procesiones, sancionando así el valor que para la clase política tienen las hermandades y cofradías y demostrando el interés de aquella en promover éstas por los múltiples motivos esbozados, fundamentalmente los electorales.

Este impulso dado a las cofradías desde los poderes públicos se ha hecho, además, intentando desvincularlas de su esencia religiosa, es decir considerándolas como un fenómeno histórico, cultural y aún folklórico que merece ser preservado y fomentado en aras de las peculiaridades regionales y locales, pero no fundamentalmente por sus valores espirituales.

La Iglesia tuvo ineludiblemente que volver sus ojos hacia esa religiosidad popular que parecía desentenderse de su magisterio (p.ej. Carta Pastoral de los obispos del sur de España de 1.988), máxime teniendo en cuenta el característico, sintomático y digno de estudio fenómeno del ingreso masivo de generaciones jóvenes y de grupos sociales populares, con superficial e insuficiente formación religiosa, en el gobierno de las hermandades y cofradías, otrora reservado a personas de edad madura y a las clases medias de probada tradición católica.

Era inevitable que se produjeran desencuentros y conflictos entre, por un lado, la jerarquía eclesiástica, preocupada por que tales corporaciones caminaran ejemplarmente por la senda conciliar, se adaptasen a las directrices modernizadoras del Vaticano II, se alejasen de lo que no fuera genuino espíritu evangélico, hicieran primar su función fundamental de apostolado seglar (concepto tan caro para el Concilio) y de pública catequesis plástica, se mostrasen austeras y morigeradas en sus cultos externos, se despojasen de elementos considerados excrecencias del pasado (p. ej. presencia de militares en las procesiones); y, por otro lado, las cofradías, queridas y apoyadas por el pueblo, halagadas y consentidas por los poderes públicos, barrocamente espectaculares, exhibicionistas de un arte rico y suntuoso, promotoras de un culto aparatoso, admirable, emocionante… En este sentido, la Iglesia se ha comportado sabia y cautamente transigiendo en algunos aspectos que estimaba rechazables, por temor a una separación entre el catolicismo «oficial» y el catolicismo «popular».

 

 

 

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