Restauración Borbónica (1875-1931)

El Estado confesional

En general, estos sesenta años supusieron una época de estabilidad política y de paz social, después de las convulsas y turbulentas décadas precedentes. Fueron los años del sistema canovista, del turno pacífico de los partidos en el gobierno durante el reinado de Alfonso XII (1875-1885), la regencia de María Cristina de Austria (1886-1902) y el reinado de Alfonso XIII (1902-1931).

La época, con todo, no se vio libre de problemas: desastre de Cuba y Filipinas (1898) con la consiguiente crisis económica, la guerra de Marruecos (1909-1925), los conflictos sociales (huelgas y revueltas obreras, ascenso del anarquismo y del socialismo) y la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930) que acabará desembocando en la Segunda República.

El Estado surgido de la Restauración borbónica fue confesionalmente católico, según la Constitución 1876. Pese a la prolongada secularización y a un descenso de la religiosidad, la Iglesia siguió estando íntimamente vinculada al Estado y a la nación. Además, el Estado usó ahora del prestigio de la Iglesia para legitimar la situación política y social. Pero la Iglesia tuvo también que enfrentarse en esta época con la llamada cuestión social a la que hemos aludido, pues el proletariado se sentía cada vez más olvidado y alejado de la Iglesia. Ello condujo a la denominada «apostasía de las masas», a un divorcio Iglesia-pueblo que pasaría una factura dramática ya en la Segunda República. Por ello, los gobernantes de la Restauración propugnaron un aumento del apoyo público a la Iglesia, frente al avance de los movimientos obreros y como medio de asegurarse la consagración el orden social establecido.

Todas estas circunstancias favorecieron, en términos generales, el desarrollo de la vida religiosa. En toda España, y en San Fernando en particular, se manifestó en:

1. Construcciones y restauraciones de iglesias: la de la Divina Pastora fue renovada y definitivamente consagrada (1878), se construyeron las capillas e iglesias del Cerro de Los Mártires (1878), Casería de Ossio (1887), capuchinas (1889) y carmelitas de la Caridad (calle Colón), ampliándose y renovándose las céntricas capillas de la Asunción o del Auditor (que había sido abierta al culto a fines del reinado de Isabel II) y de San Antonio, que se convirtieron en iglesias muy concurridas por los isleños.

2. Instalaciones de nuevas órdenes religiosas y vuelta de las expulsadas en 1835: hermanas carmelitas de la Caridad (ca. 1860), madres capuchinas (1886), hermanos de la Doctrina o de la Salle (1888) que se instalaron en el entonces denominado colegio de Pascua en 1898, padres claretianos o misioneros del Corazón de María que se establecieron en la capilla del Auditor en 1909; tentativa frustrada de regreso de los franciscanos siguiendo el ejemplo de Cádiz; y finalmente en 1921 vuelta de los PP. Carmelitas Descalzos después de casi 90 años de ausencia, una vez desafectado el convento de la servidumbre militar que tenía desde 1835.

3. Fundaciones y renovaciones cofrades, como veremos seguidamente. Interesaban tanto al Estado como medio de control social y para dar una imagen de normalidad institucional, como a la Iglesia Católica como forma de acercamiento a las masas obreras alejadas. Las procesiones también desempeñaron el papel de espectáculos grandiosos que dramatizaban gráficamente la interrelación entre el altar y el trono, la clase dirigente y la nación. De ahí la asistencia a ellas de autoridades, apareciendo la presidencia institucional en las procesiones a modo de acompañamiento oficial; de ahí el comienzo de la concesión de ayudas económicas (subvenciones) a las hermandades y cofradías. Por supuesto, también influyó en todo ello, y no poco, la sincera piedad de los fieles católicos.

4. Pero sobre todo surgieron asociaciones eucarísticas, cordícolas (Corazón de Jesús) y congregaciones femeninas de cultos internos, que proliferaron y tuvieron mucha más vida cultual que las cofradías penitenciales. Fueron el producto y reflejo de los esfuerzos de la Iglesia por dar soluciones a la cuestión social, pero también por contrarrestar los movimientos sociales descristianizados, fomentando las devociones, costumbres y prácticas piadosas tradicionales.

Así se fundaron, dentro de esta clase: A) En la Iglesia Mayor: Asociación Josefina (1885), Apostolado de la Oración, Adoración Nocturna (1899), Inmaculada y san Luis Gonzaga (1910). B) En San Francisco: Archicofradía de la Corte de María, congregaciones de María Auxiliadora y de la Medalla Milagrosa, cofradía del Cristo de la Agonía de Limpias, asociaciones sacramentales como Jueves Eucarísticos y Hora Santa. C) En San Antonio: congregación del santo titular (1886), V.O.T. de san Francisco (1894); D) En la capilla del Auditor: las tres archicofradías del Corazón de María, Perpetuo Socorro (1899) y Niño Jesús de Praga (1900); E) En el Santo Cristo: la asociación del Rosario Perpetuo (1884) que después pasó a la Iglesia Mayor; F) En la iglesia de las carmelitas de la calle Colón: congregaciones de la Virgen de Lourdes y de las Hijas de María, etc. etc. La mayoría de ellas perdurará hasta mediados del siglo XX.

Las hermandades durante la Restauración

Durante los reinados de Alfonso XII y Alfonso XIII, en esos casi sesenta años, las hermandades isleñas pasaron por tres fases:

1. Primeros años de optimismo y recuperación tras las décadas oscuras y difíciles anteriores. Las hermandades tornaron a la normalidad procesional y se renovaron. A las cuatro anteriores se les sumaron dos nuevas muy pujantes (Vera Cruz, Señor de la Columna), componiendo así el sexteto de las hermandades antiguas, que pronto se redujo a quinteto por la decadencia de la del Santo Entierro.

La de Jesús Nazareno aprobó nuevas reglas ya en 1876 y prosiguió con su procesión compuesta de cinco pasos; el notabilísimo fervor popular que ya la rodeaba hizo considerar a las autoridades y a la junta de gobierno lo apropiado de la conversión de su estación de penitencia en casi una procesión oficial, con presidencia del alcalde y representaciones de las otras cofradías.

Se restableció la antigua hermandad de la Vera Cruz en su vieja capilla en 1891 por jefes y oficiales de la Armada, en un intento de atraer un barrio obrero a la Iglesia; probablemente tomó como modelo a la también recientemente renovada Vera Cruz de Cádiz y a la novedosa y sobria hermandad gaditana de la Buena Muerte; su fundación supuso un trasvase de hermanos desde la aristocrática y militar cofradía del Santo Entierro, perjudicándola.

La nueva Hermandad del Señor de la Columna se fundó en 1893 por personal de la maestranza del Arsenal, sin duda para captar y encuadrar en una cofradía a los obreros de la construcción naval y procurar contrarrestar el hervidero de conflictos sociales y movimientos anticlericales que era ese grupo social. Siguió en sus títulos (Columna y Lágrimas) el modelo gaditano. Se mostró muy briosa en sus inicios, llegó a sacar un segundo paso con la Virgen de las Lágrimas y un tercero con san Pedro en el pasaje evangélico de las negaciones.

A iniciativa del clero local, en 1900 se restauró la Hermandad de la Divina Pastora (pues también había interés en que hubiera una hermandad en el otro barrio obrero de la ciudad de entonces) y el mismo año se revitalizó la Orden Tercera de Dolores (servitas). La Hermandad de la Soledad se renovó en 1909, suprimiendo los tres pasos, quedando sólo el de la Virgen y añadiendo a sus títulos el del Descendimiento. Sus dificultades económicas, con todo, la obligaron a procesionar casi siempre bajo la forma de Misión (es decir, acompañada de señoras con cirios). Ese mismo año de 1909 se restauró la secular Esclavitud del Santísimo y Archicofradía de las Ánimas.

El exponente máximo de la unión entre la Iglesia y el Estado bajo la monarquía alfonsina fue la hermandad de la Virgen del Carmen, como lo sería ya en adelante durante las coyunturas políticas propicias, según diremos. Vivió una etapa de esplendor, con salidas procesionales regulares en el Corpus Christi y cada vez más estrecha unión con la Armada. Todo este proceso culminó en su proclamación oficial como patrona de la Marina de Guerra (1901) y luego de la ciudad de San Fernando (1920), siempre ésta a remolque de la Armada.

2. La fase siguiente abarca las dos primeras décadas del siglo XX. Reflejó la crisis derivada de la pérdida en 1898 de las últimas colonias de Ultramar (Cuba y Filipinas), con graves efectos sobre la Armada y sobre la industria de construcción naval (motores de la economía isleña), hasta el punto de cernirse la amenaza de cierre sobre el Arsenal de La Carraca y originar cierta conflictividad social.

El trastorno afectó, evidentemente, a las hermandades más estrechamente vinculadas a estas fuentes de riqueza: la Vera Cruz, que había sido refundada por jefes de la Armada y cuya situación se complicó por el cierre temporal de la capilla a causa de su estado ruinoso; la recién fundada del Señor de la Columna, compuesta en su mayoría, como queda dicho, por operarios de la entonces precaria industria naval del Arsenal, que se vio abocada a dejar de salir hasta 1916; sobre todo, la antigua y aristocrática del Santo Entierro, que se extinguió de hecho, permaneciendo en ese estado durante cuarenta años, influyendo en su desaparición el trasvase de hermanos (jefes y oficiales de Marina) a la renovada de la Vera Cruz, y cuya extinción fue aprovechada por hermandades «oportunistas»: Soledad para poder usar el título del Descendimiento, Columna para procesionar con la centuria o escolta romana que sacaba la vieja hermandad junto al Señor Yacente, y el Nazareno para comenzar a usar como emblema el escudo de la Cruz de Jerusalén (o de las Cinco Llagas) que utilizaba la del Santo Entierro.

3. La Semana Santa isleña conoció un renacer a partir de la segunda década del siglo XX. Este nuevo empuje estuvo propiciado e influído sin duda por la revitalización del sector naval (Ley de Escuadra, fundación de la Sociedad Española de Construcción Naval, inauguración de la Fábrica de San Carlos). Tuvo su culmen durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), cuyo gobierno trajo esperanzas de regeneración, paz social y militar, así como fomento de los valores religiosos tradicionales.

Las hermandades y cofradías adquirieron nuevo ímpetu durante los años veinte y acostumbraron a procesionar con regularidad y con un esplendor inusitado, como bien refleja la prensa local de la época. Los años finales de la década de los veinte fueron de verdadero esplendor para las cofradías, especialmente los años 1930 y 1931, a las puertas paradójicamente del radical cambio de régimen político. En todo caso, fue un auge fugaz, bruscamente truncado por el advenimiento de la Segunda República española.

Rasgos de las hermandades durante la Restauración

Podemos señalar una serie de características que fueron conformando las hermandades y cofradías tal como hoy las conocemos:

1. Composición social de las juntas de gobierno. La burguesía militar de la época isabelina, sin desaparecer del todo de las cofradías, fue dejando paso a la burguesía civil (profesiones liberales, industriales, comerciantes adinerados) y a las clases subalternas de la Armada. Pero las hermandades conservaron como «protectores» a personalidades de la alta sociedad isleña: almirantes, generales y jefes de la Armada, propietarios y rentistas (algunos de ellos eran también marinos). Y el espíritu y la composición preferentemente castrense persistió sobre todo en la refundada hermandad de la Vera Cruz.
2. Economía. Era ya muy semejante a la actual. Los ingresos procedían fundamentalmente de las cuotas o limosnas de los hermanos y de lo que se recaudaba en los cultos. Cuando se aproximaba la Semana Santa se hacía postulación por la ciudad y se recibía una subvención municipal, como formas de ingreso extraordinario. Los gastos principales eran los derivados de la salida procesional, los originados por los cultos internos, los dedicados a sufragios por los cofrades difuntos, aparte de los de conservación y renovación del patrimonio y enseres.
3. Gobierno. Se potenció la figura del hermano mayor (que además fue dejando de denominarse prioste) frente al tradicional mayordomo omnipotente. Se desdoblaron las funciones de mayordomo y tesorero. En las juntas destacó la presencia significativa y decisiva del hermano protector u honorario: un mecenas o prócer cofrade, personalidad pudiente y con relevancia política, perteneciente a familias de la conocida como buena sociedad isleña, que sostenía financieramente a la hermandad en momentos de apuros económicos. Estas personas fueron un reflejo, primero, del sistema caciquil imperante en la Restauración; después, de la forma de gobernar de los años veinte, es decir el estadista tenido por hombre providencial e insustituible, organizador y pacificador.
4. Cultos. Se impulsó definitivamente la procesión como culto fundamental. Era siempre el acto más deseado por los hermanos y cofrades, aunque no pocas veces se suspendía por falta de recursos. Los cultos internos, por otra parte, casi nunca dejaron de celebrarse por imperativo estatutario, aunque sí por causas económicas.
La nueva, renovadora e innovadora Hermandad de la Vera Cruz se convirtió en el modelo a imitar por las demás en los cultos y fue la joven cofradía que llegó con empuje y medios, de la que copiaron las viejas hermandades aletargadas: se fue imponiendo su orden castrense y su empaque, su procesión organizada y modélica, sus diversas innovaciones (p.ej., suprimió la vieja costumbre de los penitentes asalariados, cuyo comportamiento solía dejar mucho que desear).

Las andas, los pasos, eran todavía pequeños, cargados al estilo gaditano (por fuera, con el hombro, con horquillas). Para las imágenes marianas cotitulares apareció el templete, aunque la Virgen del Carmen fue proclamada Patrona en 1921 ya en un paso de palio. Se adaptaron a los pasos las innovaciones técnicas en el alumbrado y la iluminación: combustibles como acetileno o calcileno, finalmente electricidad. Hubo numerosos estrenos de enseres para las veneradas imágenes. La tipología de insignias era igualmente más cercana a la actual. La música era fundamental en los cultos internos (funciones con interpretaciones de piezas sacras con solistas, coro y orquesta) y en los externos (omnipresencia de la banda de cornetas y tambores de Infantería de Marina abriendo marcha y de la banda de música del mismo Cuerpo militar cerrando la comitiva tras el paso).

5. Abandono total, aunque escalonado, de la previsión social. Las cofradías fueron dejando de costear los entierros de los hermanos; como mucho, se decía un número determinado de misas en el altar del titular por el alma del fallecido. Pero sí asistían con sus estandartes a los sepelios de los cofrades difuntos, acompañando al cortejo fúnebre hasta el cementerio, costumbre ésta que persistirá incluso durante la Segunda República.
6. Fueron también los años en que la historiografía romántica local (Cristelly, García de la Vega, Monfort) publicó por vez primera datos históricos sobre las hermandades y cofradías isleñas, aunque ni completos ni sistemáticos. Igualmente estos autores recogieron y dieron a conocer en sus obras las leyendas que hermoseaban los orígenes neblinosos de algunas de estas asociaciones, principalmente las relacionadas con las imágenes de Jesús Nazareno y Cristo de la Vera Cruz, que serían transmitidas, repetidas, adornadas y desvirtuadas por las siguientes generaciones de historiadores locales.