Como puede comprobarse, a mediados del siglo XVIII había en la Isla de León más hermandades de gloria o letíficas que de penitencia o pasionistas. Pero tanto unas como otras tenían rasgos comunes.
Su nacimiento obedeció a tres motivos: las directrices espirituales del Concilio de Trento (celebrado dos siglos antes); el arte y la teatralidad barrocos; y como respuesta o auxilio a los misterios que angustiaban al hombre de la época (guerras, epidemias, hambrunas).
Fundamentalmente se dedicaban a dar culto a sus imágenes titulares: cultos internos (en la festividad litúrgica del titular) y externos (rezo público del rosario al anochecer, del vía crucis, y la salida procesional en Semana Santa). Las de gloria sólo tributaban cultos internos, o todo lo más organizaban rosarios por las vías públicas con el estandarte de la hermandad, pero las procesiones con la imagen titular eran infrecuentes, aunque hubo excepciones. Las pasionistas o penitenciales sí se centraban en la procesión durante la Semana Santa con la imagen del titular, en conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo.
Ignoramos si en las procesiones pasionistas de la Isla de León llegó a darse la característica diferencia barroca entre hermanos de sangre y hermanos de luz. En todo caso, esta distinción existiría sólo en la oscura y mal documentada hermandad penitencial del Castillo.
Todas las hermandades tenían además como función primordial la previsión social: atender espiritual y económicamente a sus componentes en la enfermedad y en la muerte, haciéndose cargo de las exequias correspondientes. En una época en la que no existían los seguros de deceso, eran estas corporaciones las que aseguraban a sus integrantes un lugar y modo propio de enterramiento. De ahí el interés en alistarse en ellas: a los cofrades se les pagaba el entierro y se les sepultaba a los pies de los venerados titulares en criptas que las hermandades compraban al efecto. Esto lo hacían tanto las de gloria como las de penitencia. Aquí también había categorías: era más caro enterrarse por una que por otra (p. ej., más por la Hermandad del Carmen y en la iglesia del Convento que por la del Rosario y en el cementerio del Castillo), y esto se usaba vanidosamente como signo de distinción social.
Toda esta actividad cultual y social era financiada con limosnas y cuotas (limosna obligatoria) que pagaban los hermanos, así como por la incesante petición pública efectuada por los hermanos y cofrades bajo fórmulas variadísimas (demandas o postulaciones, alcancías o huchas, faroles nocturnos, etc). Estas fuentes de ingresos llegaron a originar conflictos entre algunas de las hermandades citadas a causa de la rivalidad por tener más alcancías públicas o faroles nocturnos petitorios repartidos por la villa, en definitiva por disputarse las limosnas de los fieles isleños. El problema se agudizaba cada vez que se fundaba una nueva cofradía y las otras temían ingresar menos cantidades. Digno de mención fue el pleito que la Esclavitud del Santísimo y Ánimas sostuvo a partir de 1768 por dicho motivo contra las hermandades del Rosario y Jesús Nazareno y los terciarios servitas.
Las hermandades isleñas nunca destacaron por la posesión de un rico patrimonio. Este solía limitarse a las imágenes, los enseres pertenecientes a éstas y los usados para el culto y las procesiones. Las únicas que quizás destacaron por el valor de sus enseres fueron la de la Virgen del Carmen y la Esclavitud del Santísimo. La citada hermandad mariana conventual y casi todas las establecidas en la nueva Iglesia Mayor Parroquial o trasladadas a ella (Rosario, Santísimo y Ánimas, Servitas, Esperanza, San Antón, Soledad, Nazareno) adquirieron a título de censo su respectiva capilla, altar y cripta de enterramiento. Varias eran propietarias de sus iglesias o capillas (Divina Pastora, Vera Cruz, Salud). Algunas llegaron a poseer bienes inmuebles y a percibir rentas en concepto de arrendamiento (Rosario, Carmen, Esperanza, Corazón de Jesús, Soledad, las órdenes terceras). Pero esta no fue una fuente de ingresos regular ni generalizada.
En cuanto a la composición social, era muy heterogénea, dependiendo del estamento al que se pertenecía y de la profesión que se ejercía. Los estamentos más altos solían alistarse en la Hermandad del Carmen y luego también lo harían en la del Santo Entierro, pero no de modo exclusivo. En el otro extremo de la pirámide social, hay noticias, si no de esclavos, sí de libertos (esclavos manumitidos) que pertenecían a hermandades como Rosario y Soledad.
Lo normal es que las hermandades agruparan a individuos de una misma profesión: así, p. ej., generales, jefes y oficiales de la Armada en la Hermandad del Carmen y después también en la del Cristo de la Expiración; clases subalternas de la Armada en la Divina Pastora; específicamente los de Artillería en la de Santa Bárbara; operarios de la construcción naval en la de la Esperanza, al menos en sus orígenes, pues según algunas fuentes esta hermandad agrupaba a los panaderos isleños; cordoneros y arrieros en la de San Antón; dueños de tiendas de comestibles y tabernas (montañeses) en la de Jesús Nazareno; zapateros en la de las Mercedes; eclesiásticos en San Pedro… Pero también se agrupaban por barrios (Pastora, Vera Cruz, Salud), o simplemente por la devoción a una imagen específica, tuviera el cofrade la profesión que tuviera o viviera en el barrio donde viviera.
Las hermandades del XVIII estaban gobernadas por cargos que duraban generalmente un año (algunos eran vitalicios) y que se elegían por votación en los cabildos, proceso minuciosamente regulado en las reglas y ordenanzas. Los nombres de estos cargos solían ser comunes a todas las hermandades: prioste (antecedente del actual hermano mayor), mayordomo (la verdadera figura fuerte y omnipotente de las hermandades de entonces, con muchas más facultades que los actuales mayordomos y asumiendo también las atribuciones del actual tesorero), secretario; fiscal, celador o censor; y los directivos denominados vocales, diputados, consiliarios o «hermanos mayores» (denominación que ostentaban los vocales en relación al resto de los cofrades que no pertenecía a la junta de gobierno y que eran considerados por ello hermanos «menores»). Además, las hermandades isleñas tenían servidores asalariados como el muñidor y, algunas, el pertiguero; ambos con funciones bien delimitadas en las ordenanzas respectivas.