Las hermandades en los años de la República

En San Fernando, durante la República, no se produjo el clima de inusitada violencia, con quema de iglesias, de imágenes y de patrimonio cofrade, que se vivió en Cádiz (donde ardieron las iglesias de Santo Domingo con la imagen de la Patrona la Virgen del Rosario, la Merced, San José extramuros), en Sevilla (particularmente en la zona nordeste de la ciudad: la Macarena, San Gil, San Julián, San Marcos, San Román, San Roque…) y sobre todo en Málaga (donde hubo cuantiosas e irrecuperables pérdidas de patrimonio histórico y artístico, entre iglesias destruidas, imágenes quemadas y enseres saqueados). De todos modos, a la vista de lo sucedido en Cádiz, en mayo de 1931 salieron las comunidades religiosas isleñas de sus conventos (carmelitas, monjas de la Compañía de María, etc) como medida de precaución y se puso guardia a los templos, sin que ocurrieran incidentes. Sólo coincidiendo con las elecciones de noviembre de 1933 y con el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936 hubo conatos de incendio y de asalto en la Iglesia Mayor Parroquial que fueron rápidamente controlados.

A pesar de esto, el ambiente no era el más propicio para el florecimiento de las hermandades y cofradías. El Estado, de forma coherente con su carácter laico, había suspendido las partidas presupuestarias destinadas al sostenimiento del culto religioso y, por supuesto, en armonía con esta línea estatal, el gobierno municipal isleño interrumpió las subvenciones que durante las décadas de la Restauración había destinado a las hermandades y cofradías de la ciudad para sus cultos y procesiones. La aportación económica de los particulares también sufrió un notable retroceso, quizás intimidados por la nueva situación sociopolítica.

En San Fernando, capital de Departamento Marítimo, acostumbrada tradicionalmente a la presencia de la Armada en sus procesiones, fue mal acogida la prohibición de que las autoridades militares pudieran participar en los cultos en calidad de tales; debían hacerlo sólo a título personal y, por lo tanto, vestidos de paisano.

En tales circunstancias, algunas hermandades cesaron toda actividad y desaparecieron, al menos transitoriamente, durante esos años (p. ej. Cristo de la Expiración). Casi todas se sumieron en crisis, limitándose a los cultos internos y a exponer a sus titulares en los pasos dentro de los templos durante la Semana Santa. La triste coincidencia, en algunas, del fallecimiento en estos años de sus hombres fuertes, agravaron su estado: en 1931 fallecieron D.Miguel Trigo y D.Manuel Pece Casas, protectores y valedores del Nazareno; en 1933 (por disparos durante un mitin en el Teatro de Las Cortes) murió D.Segismundo García Mantilla, entusiasta hermano mayor de la Vera Cruz.

En lo referente a los cultos internos, pudieron celebrarse con normalidad pues la ley republicana garantizaba y no prohibía en absoluto los cultos en el interior de los templos. Pero los medios económicos disponibles para sufragarlos eran menores y la asistencia de fieles a los mismos también disminuyó. Por lo demás, las hermandades y cofradías que no interrumpieron sus actividades celebraron sus cultos internos sin trabas. Fue muy significativo el caso de la tradicional función del Voto dedicada al patrón san José: continuó celebrándose esos años, pero organizada sólo por el clero «de puertas para adentro», pues el gobierno municipal republicano nunca colaboró ni asistió, a tenor de la legislación aconfesional vigente y a diferencia de épocas anteriores.

Con respecto a las procesiones, en realidad ninguna ley las prohibió. Algunos gobiernos municipales incluso tuvieron interés político y económico en que salieran, para dar así una imagen de paz social (p. ej., en Sevilla). Fueron las propias corporaciones las que decidieron no salir en los años más difíciles para no exponerse a incidentes: bien por propia iniciativa, bien aleccionadas por la autoridad eclesiástica. El obispo de Cádiz, p. ej., decretó en 1931 que no saliera la procesión del Corpus en la diócesis, limitándose a celebrar el culto interno y una procesión sacramental en el interior de los templos. Durante el gobierno de Azaña, p. ej., sólo se atrevió a salir en 1932 en Sevilla la hermandad de la Estrella. En el bienio de gobierno de las derechas (1934-35), volvieron a salir en procesión bastantes cofradías. En San Fernando, concretamente, efectuaron su salida, aunque sólo en 1935 y bajo algunas amenazas intrascendentes, las hermandades de la Vera Cruz y del Nazareno; ese mismo año también volvió a salir la procesión del Corpus Christi. En la Semana Santa de 1936 no salió ninguna, atemorizadas por el triunfo del Frente Popular.

Igual puede predicarse de las hermandades de gloria: p. ej., la de la Virgen del Carmen, al no haber procesión del Corpus Christi en la que acostumbraba a salir, dejó de salir en procesión durante tres años; no obstante, en 1934 procesionó en solitario el día de su festividad, con gran entusiasmo popular, y en 1935 tornó a salir en la procesión del Corpus, dada la coyuntura política más favorable. Lo mismo sucedió con la de la Divina Pastora: dejó de salir procesionalmente pero, en cambio, organizó cultos muy esplendorosos.

Sí que se prohibió, lógicamente, el uso del título de Real a las hermandades que lo ostentaban (Carmen, Divina Pastora, Expiración, Columna).

La situación vivida por las hermandades y cofradías bajo la República, en realidad, les benefició a corto plazo. En las ciudades con Semana Santa importante o influyente, entre las que puede incluirse San Fernando, el clero y los partidos católicos las instrumentalizaron en contra de la República, presentándolas como una tradición genuina del pueblo que había sido arrebatada, como víctimas de una política errónea e injusta. Es decir, se usó su no salida procesional como desafío contra el gobierno republicano. La prensa monárquica o de derechas contribuyó grandemente a ello, resaltando siempre la suntuosidad de los cultos internos y la numerosa concurrencia de los fieles a los mismos, fuera cierto o no.

Esto consiguió, verdaderamente, que las procesiones se hicieran añorar por el pueblo. Así, cuando el cambio político permitió su reaparición, eclosionaron con mayores bríos, fueron acogidas con más ganas y entusiasmo, como algo arrebatado y añorado que volvía a ser entregado. El retorno bajo el franquismo de las cofradías y sus procesiones sería apoteósico.

 

 

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